domingo, 20 de julio de 2014

04:10

Por Jorge de Jesús Benítez Correa.

Cuatro latas de cerveza en el refrigerador, un rompecabezas con la imagen pintoresca de un poblado imaginario y un libro de segunda mano que hará más ameno el trayecto al trabajo durante la próxima semana.

Como desde hace algunos años atrás, parece que este fin de semana seguirá casi de manera ceremonial la misma rutina. Sin embargo, en esta ocasión Guillermo se encuentra total y plácidamente solo; su esposa e hijos no regresarán a la ciudad hasta dentro de un par de días.

La tranquilidad que impera en la casa, lleva a Guillermo a quedarse dormido en el sofá de la sala antes de que el sol se oculte por completo en el horizonte, dejando en un poco menos de la mitad la segunda cerveza del día.

Pasadas algunas horas, su sueño se ve gradualmente interrumpido por el ruido de un motor proveniente de la casa del vecino. Intenta no darle importancia, aunque le cuesta trabajo conciliar nuevamente el sueño. Enciende la lámpara de la mesa lateral y mira el reloj: las cuatro de la mañana con diez minutos.

Junto con el ruido del motor, apenas se alcanza a escuchar una canción que Guillermo logra reconocer. Los segundos transcurren lentamente y ahora le resulta imposible dejar de escuchar la melodía.

-Pero ¿qué carajos...?- se dice para sí mismo mientras se incorpora hasta quedar sentado en el sofá. Parece que el sueño ha sido reparador. Busca su teléfono móvil para revisar si su esposa ha intentado comunicarse  y recuerda que lo dejó en el coche. El clima es agradable y decide salir a recogerlo.

En el trayecto se encuentra con su vecino, un hombre que a primera vista, parece doblarle la edad y al que según Guillermo, parece sobrarle siempre un tanto de optimismo.

-Buen día- susurra el vecino. -Espero no haberlo despertado.
Haciendo un tremendo esfuerzo por no responder de manera sarcástica, Guillermo devuelve cortésmente el saludo. Ahora, la rutina del viejo ha captado su atención.

Una gran canasta de mimbre, una pequeña caja de madera y un par de cañas de pescar son colocadas en la caja de una camioneta aparcada a un costado de la banqueta.

A pesar de compartir la barda que divide ambos jardines, Guillermo nunca se había percatado de la afición de su vecino hasta ese momento.

-¿Así que por esto se ausenta todos los domingos?- exclamó Guillermo. En sus palabras se percibía una emoción que resultó imposible pasar desapercibida para Josué, un viejo pescador que inmediatamente detectó el interés que se ocultaba tras dicho cuestionamiento.

-Así es vecino- respondió casi de manera indiferente el viejo, mientras de reojo observaba la reacción de su espectador.

-Todo está listo- dijo mientras sacudía sus manos y dirigía su mirada a los ojos de Guillermo; tras una breve pausa, lanzó una pregunta que sin saberlo, sacudiría momentáneamente su mundo:
-¿Nos vamos?-

Guillermo se vio inmediatamente sorprendido y no supo que responder. Ante su confusión, intentó encontrar una excusa para negarse a sí mismo la posibilidad de experimentar lo que para él, aparecía como una invitación para romper la rutina del fin de semana. No había planes para las próximas horas, su familia se encontraba lejos y por primera vez en mucho tiempo, se sintió capaz de al menos por un día, tomar una decisión sin la necesidad de analizarla meticulosamente y sobre todo, de consultarla con su esposa.

Finalmente, tras una revolución en su mente respondió al viejo: -¿Y por qué no?-.

A los pocos minutos los dos hombres emprendieron el camino, y al menos para uno de ellos, esta decisión traería consigo una transformación en su vida.

Pasadas las horas, la vieja camioneta arribó al domicilio del cual partió antes de salir el sol. Se despidieron de manera casi afectiva. Aquel par de extraños que habían subido al vehículo horas atrás, parecían haber desaparecido.

Guillermo entró en su casa, tomó la tercera lata de cerveza del refrigerador y se sentó a la mesa del comedor. Ahí estaba el rompecabezas y el libro de segunda mano, los observó durante un par de segundos, dio un pequeño sorbo a la cerveza y tras dejar la lata sobre la mesa, se dibujó en su rostro una casi imperceptible sonrisa. 

FIN.