sábado, 30 de agosto de 2014

Vida, muerte... vida.

Por Jorge de Jesús Benítez Correa.

Entro a la cafetería con vista al malecón como todos los sábados. Ordeno un descafeinado y mirando el atardecer doy por concluida mi semana laboral. Cuando el mesero trae la bebida, la acompaña con un colorido folleto claramente dirigido a los turistas de la zona. 

-Me encabrona esta publicidad- pienso. Antes de alejar el folleto, reconozco el paisaje en una de las fotografías. Con asombro descubro que es el pueblo donde nací. Abro el folleto y siento que mi corazón se detiene. El aire se congela como una pesada piedra dentro mis pulmones y a manera de un grito que se ahoga en mis pensamientos me pregunto: 

-¿Pero qué chingados? ¿El cementerio se ha convertido en un atractivo turístico?

Trato de asimilar la información que me acaba de caer como una cubetada de agua fría. Doy un sorbo al café y me pierdo en el horizonte del mar que comienza a devorar el sol.

Aún puedo sentir el cálido abrazo del verano, con el que hace cerca de treinta años, me despidió aquél, mi viejo pueblo que se perdiera en la memoria de los turistas con la apertura de la nueva autopista. Recuerdo que fue la florería de doña Jacoba la primera en cerrar, a los pocos días, don Miguel cerró su tlapalería. De ahí en adelante, muchos comercios no volvieron a abrir sus puertas, más que para permitir el paso del aire fresco hacia el interior de la casa situada en la parte de atrás. Algunas familias intentaron volver al trabajo del campo, pero la sangre joven que por su propio pié abandonó el pueblo con la mirada puesta en el puerto, dejó a los viejos con su incapacidad de retomar una actividad que había quedado en el recuerdo de viejas generaciones.

La última vez que visité el pueblo fue hace veintitrés años. Mi padre se había marchado para acompañar en su eterno descanso a mi madre. No sé cuando comenzó la tradición, aunque he intentado descifrarlo en varias ocasiones contando los árboles sobre el llano que se oculta detrás del monte. Reconozco que en todas, he desertado cuando la suma rebasaba considerablemente los tres dígitos. No existen lápidas en el pueblo. A través de las generaciones, la tradición se ha mantenido. Sepultamos nuestros muertos y les sembramos un árbol. 

-Es para honrar nuestro linaje y reconocer a quienes han estado antes que nosotros- decía siempre con serenidad mi padre.

Perdido dentro de la masa de árboles, hay un claro desde donde se realiza la ceremonia para despedir a quien ha partido de este mundo. Desde ahí, comienza el recorrido con la caja de madera que contiene el cuerpo. Se acostumbra que uno de los familiares del difunto, cargue con el pequeño árbol hacia el exterior del pequeño bosque, justo donde cuerpo y árbol, habrán de encontrarse y regocijarse con la subjetividad del tiempo.

Hasta el día de hoy, no había vuelto a saber nada de los árboles que custodian el descanso de mi gente; mucho menos, de aquél pueblo que sólo recibía a alguna que otra familia de turistas extraviada y alejada del entronque de la autopista.

Al día siguiente, me despierto antes de que suene el despertador. Las cuatro treinta y tres de la mañana. No ha salido el sol. Me cuesta trabajo volver a dormir. Dando vueltas en la cama, la inquietud por saber qué chingados está pasando en mi pueblo bombardea mis emociones. Salgo a la central de autobuses y tomo el pasaje de las seis de la mañana. Tras un par de horas de camino he llegado al pueblo. Parece que todo ha cambiado. Hay muchos colores y a pesar de la hora, los negocios de comida y las tiendas están abiertas. Busco entre el caserío la mirada de algún conocido. 

-No puede ser...- exclamo con asombro. Es doña Jacoba sentada en una mecedora bajo el pórtico de la florería. -Vieja bruja, sigue viva- pienso mientras sonrió. Me acerco y me refugio en la frescura de su pórtico para ocultarme del sol. 

-Pero vaya sorpresa- me dice con suavidad y continúa con tono irónico: -yo pensé que ya te habías muerto niño-. Me ofrece asiento en una vieja banca de madera. ¡Qué alegría!, me ha reconocido.

Pasé toda la mañana escuchando la historia de un gringo que llegó extraviado al pueblo. Según doña Jacoba, se veía que el viejo era buena persona y que venía dispuesto a gastarse parte de su fortuna en su viaje al puerto. Dice que llegó por la madrugada, y que don Miguel, en su regreso a casa de una de sus parrandas callejeras, vio la oportunidad de ganarse algunos dólares y le ofreció hospedaje. El gringo aceptó y a la mañana siguiente decidió salir a explorar el lugar. 

-Regresó al medio día con la boca abierta, haz de cuenta que hubiera visto al santísimo- dijo doña Jacoba. Al tiempo que inmovilizaba su mecedora, el tono de su voz disminuyó como al contar un chisme con la intención de que nadie escuche:

-Resultó que el viejo cabrón era un magnate, había hecho su fortuna organizando expediciones para esos gringos retirados que quieren disfrutar de su pensión. El gringo se marchó, y para sorpresa de todos, regresó al año siguiente con un chingo de extranjeros. Desde ahí, no hemos dejado de recibir turistas de todos lados. 

Levantando su mirada hacia la calle, exclamó: 

-Yo no sé si de donde ellos vienen no hay árboles o qué chingados, pero por mí, que sigan viniendo a dejarnos sus dólares.

Su rostro se congeló. Sus ojos, bien abiertos, me envolvieron para concluir con voz profunda: 

-Es como si nuestros muertos nos devolvieran la vida al invitarlos.

Me quedé inmóvil y sin saber que hacer. Con el ladrido de un perro, doña Jacoba dejó de mirarme y retomó el ritmo casi hipnótico de su mecedora.




miércoles, 13 de agosto de 2014

Paisaje y movimiento.

Por Jorge de Jesús Benítez Correa.

Desde el paisaje admiro el paso del tiempo. Son los colores, las texturas y el ambiente que, a través de mis sentidos, anclan mi existencia a este mundo.

Nada en la naturaleza es estático, la vida que crece a mi alrededor, sucede a partir del movimiento. Así pues, la frágil rama que ayer se mecía a merced del viento, hoy me ofrece su sombra para escribir estas líneas. Al final de la jornada, envuelto en las raíces del viejo guardián, percibo la paz que solo encuentro en este lugar.

martes, 5 de agosto de 2014

Por siempre en miércoles.

Por Jorge de Jesús Benítez Correa.
En un aparente dominio de la situación, el viejo de la estola púrpura lo invitaba a arrepentirse de los pecados cometidos en vida. El 'Cuate' mantiene sus ojitos entreabiertos y su cuerpo se extiende sobre la blancura de las sábanas que cubren el colchón, tal y como aquellas tardes que con el control de la televisión en la mano, se quedaba dormido durante la transmisión de algún encuentro de ligas mayores.

Tan solo es parte del ritual, recuerdo haber pensado desde el otro extremo de la habitación y balanceándome en la mecedora. Seguí observando con detenimiento cada uno de los movimientos de aquel extraño de estola púrpura, y recordé aquellos años en que decidí alejarme por completo de la iglesia.

Aunque me he esforzado en evitar la controversia que surge al abordar el tema, son los hermanos de mi madre, quienes fascinados por la oportunidad de contrariar a la abuela en la sobremesa de alguna reunión familiar improvisada, lanzan cuestionamientos sobre la vida íntima del sacerdote de la parroquia y sobre las diversas interpretaciones del gran libro.

Nunca estuve de acuerdo con la presencia de aquel viejo en la habitación, aunque por respeto a mi abuela, decidí mantenerme al margen de la situación. Me parece verla un tanto desorientada y confundida mientras contempla, sin movimiento alguno, la llama que corona el sirio que de manera ininterrumpida, ha brillado en las últimas lunas sobre el escritorio del vestíbulo.

Fue en ese momento, cuando el viejo de la estola púrpura, pidió al 'Cuate' que se arrepintiera de lo hecho en vida. Conteniendo la respiración, apreté con mis manos los descansabrazos de la mecedora, intentando contener el deseo de lanzarme al cuello de aquel extraño y obligarlo a salir de la habitación.

Pero qué pasa por la cabeza de este hombre, fue la interrogante que como un frío puñal mancilló mis pensamientos. Ya de pié, y a escasos pasos de aquel extraño, me pregunté qué tan conveniente es pedir a un hombre que se arrepienta de lo hecho en vida bajo estas circunstancias, ya que mientras el 'Cuate' se preparaba para inmortalizar su descanso de los miércoles, no eran paramédicos, enfermeras o en el peor de los casos, agentes del ministerio público quienes custodiaban su agonía.

Somos nosotros quienes estamos de este lado, somos el fruto de las decisiones que para bien o para mal tomó en su vida. No hay nada qué juzgar ni qué reprochar en este momento, ya no son necesarias las palabras de afecto o las demostraciones de amor. Todo está dicho, no por las palabras del 'Cuate', sino por las decisiones tomadas y sus pasos firmes sobre el sendero.

Finalmente, ahí está. El último aliento llegó mientras su cuerpo descansa bajo la mirada de aquellos que en repetidas charlas caseras y memorables parrandas con los amigos, reconoció como su más preciado tesoro y su legado para este mundo.

Nunca sabré lo que pasó por su mente, aunque conociendo al viejo 'Cuate', me gusta pensar que este miércoles se marchó a descansar sin arrepentirse de su vida, y por fortuna, puedo decir que salió de su casa con los pies por delante, tal y como sentenció de manera atinada en sus últimos años.

fin.