sábado, 27 de diciembre de 2014

Limones de Esperanza

Las tres arpillas se recargan en uno de los muros de casa de mi abuela. Abro una de ellas y tomo un limón con mis manos. Por su color, supongo que la cosecha fue buena. Recuerdo que fue mi abuelo quien plantó esos árboles, y recuerdo aún con más claridad que le gustaba regarlos cuando visitaba el rancho. Entre pequeños pasos y constantes pausas se desplazaba de un árbol a otro. Caminaba en cuclillas bajo la copa de los árboles, ya que éstos no eran muy altos; colocaba la manguera en la tierra, justo al lado del tronco y dejaba que el agua escurriera por algunos minutos. El viejo regresaba sobre sus pasos para salir del manto de ramas espinosas que le envolvía y, una vez afuera, se erguía en su postura natural.
En ocasiones, un lamento se ahogaba en su garganta cuando sentía que una espina se le enterraba en la espalda. Aún así, en la sombra que proyectaba el viejo sombrero sobre su rostro, pude reconocer en más de una ocasión el gozo que se escondía en su mirada por estar en ese lugar. Cierro mi puño alrededor del limón y regreso a la realidad. Hace más de un año que mi viejo trascendió esta vida, pero los limones continúan llegando a casa de mi abuela de las manos del hermano menor de mi madre.
Dicen que para que un hombre dejé su legado en este mundo, es necesario que lleve a cabo algunas tareas; hay quien habla de escribir un libro, de tener un hijo y de plantar un árbol. Mi abuelo no terminó la primaria, así que dudo que haya escrito un libro; tuvo tres hijos y sinceramente ignoro cuantos árboles plantó.
No creo que para conocer el legado de un hombre resulte conveniente remitirlo de manera escueta a estos tres aspectos, ya que en la actualidad, conozco muchos hombres que escriben mucho y dicen poco; existen otros que al ser padres de una criatura se conforman, de manera consciente o no, con el reconocimiento biológico y social y se desentienden de su crecimiento y de su formación, y no me refiero a la educación que se adquiere en la escuela, sino aquella en la que se comparten los valores y la preparación de los hijos para que éstos sean capaces de emprender la aventura de su vida. Por otra parte, si plantar un árbol se traduce en una acción que trasciende de manera significativa en la comunidad y en el medio ambiente, reconozco que al menos durante la realización del servicio militar, cualquier sujeto es capaz de plantar un plantar un árbol, y a la vez, de nunca más volver a verlo ni de asegurarse de brindarle el cuidado que requiere para su óptimo crecimiento.
Por el momento dejaré de lado la cuestión que tiene que ver con  la redacción del libro, pues estoy convencido de que ésta no constituyó una de las prioridades de mi abuelo —aunque tal vez sea parte de las mías, y en ese caso, espero no engrosar las filas de aquellos que escriben mucho y dicen poco; y si por el momento lo hago, me disculpo con quien se ha tomado la molestia de leer estas líneas—. Vuelvo entonces a la cuestión de tener un hijo y de plantar un árbol, pues me parece que es la que pone de manifiesto un fragmento del legado de mi abuelo en este mundo.
Tal vez la consideración aislada de estos dos aspectos no constituya un legado que trasciende hacia futuras generaciones o que garantice el bienestar de la humanidad. No obstante, reconozco por el momento una pequeña parte del legado de mi abuelo, no sólo por haber sido padre y por la plantación de un árbol, sino por la formación de un hombre que ante la ausencia de quien lo plantó, le ha brindado a éste el cuidado que le permite poner su fruto en la puerta de la mujer de quien, una tarde de verano, decidió plantar aquel árbol que hasta la fecha conserva su esencia, y, que cada día, revive los pasos de mi viejo por este mundo.
Fin

jueves, 4 de diciembre de 2014

El trámite y los cacahuates

El paquete contiene los documentos que el día de ayer revisó el joven de la ventanilla número uno. El corte de caja se había realizado unos minutos antes de mi llegada por lo que he tenido que regresar el día de hoy. Después de un indiferente saludo, la mujer de la ventanilla número dos revisa con detenimiento cada hoja. Sin voltear a verme, me pregunta si tengo la carpeta en donde viene...
-¿En dónde viene qué?- pienso, y procuro que mi duda no resulte evidente.

La mujer revisa de nuevo los documentos y cambia de lugar algunas hojas. No entiendo a qué carpeta se refiere. Creo que ella también lo ignora. Si titubeo, es probable que deba regresar una vez más el día de mañana para cumplir con algún estúpido requisito que hasta el momento no ha sido mencionado.
-Tome asiento, ahorita lo llamamos- dice aún sin voltear a verme. ¡Maldición! Me arrepiento de haber dejado el libro en el coche.
Un anciano pregunta en la ventanilla cuanto tiempo estaremos sentados antes de ser llamados para realizar el pago. -En cuanto esté listo- exclama la mujer al tiempo que lo mira detenidamente. Vaya, yo esperaba otra respuesta.
-¡Señor! ¡Señor!- exclama un joven desde la caja de contratos. Ilusionado, volteo y pierdo la emoción casi al instante. La señora que está a mi lado también voltea. Qué decepción. El grito es para al hombre que vende cacahuates en el patio.

Después de casi cuarenta minutos escucho mi apellido. El llamado viene de la caja de contratos. ¡Qué alegría! Tan solo en la segunda visita logré la conclusión del trámite. Ya tengo contrato de agua. Salgo al patio y no encuentro al hombre de los cacahuates. Al final, no todo resultó como lo hubiera esperado.