martes, 28 de abril de 2015

El Cristo ahogado

Recuerdo haber llegado a la Abadía de Montserrat acompañado del sol del medio día. Todo resultaba nuevo para mí. Me dirigí hacia la basílica por recomendación de la mujer que recibía a los visitantes en el módulo de información. Como en la mayoría de las veces, intenté analizar con detenimiento el reglamento que estaba colocado en el umbral del inmueble.

Una vez dentro del templo dudé antes de tomar la primer fotografía. Observé que otros visitantes lo hacían de manera despreocupada, así que me atreví a hacerlo aún ignorando si esto era permitido. A partir de ese momento dejé de poner atención a esta situación y comencé a tomar varias fotografías con el móvil.

Al caminar por uno de los pasillos laterales del templo, tras un muro de cristal, una pequeña capilla llamó mi atención. Me acerqué y observé un letrero escrito en catalán. Intenté descifrarlo. De cierta manera es un idioma similar al castellano. Recuerdo haber entendido que no se podía entrar a la capilla durante la celebración de una ceremonia. Supuse entonces que no podría pasar. Sin embargo, me percaté que había una persona dentro y a los pocos segundos, vi que una pareja de norteamericanos ingresó a través de una puerta cuya presencia había ignorado hasta ese momento. Me adentré en el pasillo que yacía a un costado del ventanal de cristal y encontré la puerta, la empujé, y tras haber dado un par de pasos logré traspasar al interior de la capilla.

La pareja se retiro casi al tiempo de mi ingreso, así que me convertí en la única compañía de aquella figura que había visto a través del cristal. Era un joven de rasgos orientales. Se veía concentrado en su rezo; permanecía sentado y mantenía los ojos cerrados y las manos juntas sobre sus piernas. Miré hacia el altar y me encontré con la representación del Cristo más hermosa que he visto, aunque de eso hablaré en otra ocasión.

El ambiente resultaba un tanto intimidante para mí, el silencio reinaba en la habitación ya que el cristal aislaba el ruido de los turistas que como yo, se maravillaban de la belleza ornamental del templo. Intenté hacer el menor ruido posible para no interrumpir el rezo de mi acompañante. Me senté en una de las bancas. Recorrí el cierre de la mochila y el ruido que produjo me pareció por demás inoportuno y profanador del inmaculado silencio que ahí imperaba. Lentamente saqué mi libreta de apuntes y mi bolígrafo. Comencé a dibujar aquella escultura del Cristo y nuevamente me envolví en el silencio del recinto.

A los pocos minutos, el joven, sentado dos bancas detrás de mí, se puso de pie. Se dirigió al lado opuesto de donde yo había ingresado a la capilla y, al acercarse a la  ventanilla que había en la puerta de madera que al parecer comunicaba con otra habitación para orar, un golpe seco rompió, de manera mucho más brutal que el recorrido del cierre de mi mochila, el silencio y la solemnidad que reinaban en la habitación; la frente de aquel incauto había impactado contra el cristal que protegía la puerta por la que pretendía mirar hacia la otra habitación.

La resonancia sonora producida por la vibración del cristal que recibió la frente de aquel joven se mantuvo activa por algunos segundos. De manera gradual fue desapareciendo mientras el ya rezado desgraciado se llevaba la mano a la frente en una reacción por demás intuitiva.

Disimulé que había detenido mis trazos y que admiraba y reflexionaba acerca de lo que había dibujado. Lo miré de reojo y en silencio pedí fuerza a los guardianes místicos del lugar para contener la risa que amenazaba con brotar de mi garganta como la furia de un río desbocado. El joven sobó con fuerza su frente con la palma de su mano derecha en un par de ocasiones, sacudió su cabeza y con la mirada fija en el suelo, se alejó de aquella barrera 'invisible' a la que creo que nunca debió de haberse acercado tanto de manera tan despreocupada.

Con el sonido de sus pasos flotando en el ambiente, el desprevenido devoto abandonó la capilla. A su salida, busqué la mirada del Cristo ahogado en concreto que se suspendía sobre el altar y encontré, en su mirada, cierto aire de complicidad ante lo sucedido.


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